por Pbro. Miguel A. Comandi
Seguían a Jesús grandes multitudes que llegaban de Galilea, de la Decápolis, de Jerusalén, de Judea y de la Transjordania. Al ver a la multitud, Jesús subió a la montaña, se sentó, y sus discípulos se acercaron a Él. Entonces tomó la palabra y comenzó a enseñarles, diciendo: Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos. Felices los afligidos, porque serán consolados. Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia. Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia. Felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios. Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios. Felices los que son perseguidos por practicar la justicia, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos. Felices vosotros, cuando seáis insultados y perseguidos, y cuando se os calumnie en toda forma a causa de mí. Alegraos y regocijaos entonces, porque vosotros tendréis una gran recompensa en el cielo; de la misma manera persiguieron a los profetas que os precedieron.
Las bienaventuranzas nos invitan a mirar al Cielo, a anhelar la Vida Eterna. Nos invitan a contemplar a Dios y a gozar un día sin ocaso de su Presencia en la gloria, a verlo tal cual es, después que termine nuestro tiempo de oscuridad y enigma, de luz cierta pero tenue. Cuando, según lo afirma San Pablo, la parcialidad de ciencia y profecía concluyan, cuando venga lo perfecto y acabe lo fragmentario, cuando el espejo sea quitado y veamos cara a cara la Belleza Absoluta, cuando dejemos de lado las precariedades de la vida presente y Dios produzca en nosotros el fruto maduro de la Vida Eterna. Las bienaventuranzas nos enseñan que vale la pena la vida en este mundo, en la medida en que buscamos la Patria Celestial, que Dios nos quiere conceder. Nos invitan a pensar que un día comprenderemos el sentido de lágrimas y sufrimientos, de persecución y de hambre, de pobreza y muerte. Comprenderemos el triunfo escondido en nuestros fracasos y la vanidad de los éxitos, que brillaron un instante y desaparecieron. Comprenderemos y viviremos en el Amor, en quien es el Amor en sí mismo, perfectísimo e imperecedero. Nos daremos cuenta de que la única verdadera recompensa es Dios, porque el corazón humano anhela lo infinito, porque ninguna creatura puede saciarlo.
Suele resultarnos difícil valorar lo que realmente significa la Vida Eterna. Es demasiado misteriosa y elevada para comprenderla en este mundo, con mayor razón por corazones heridos y debilitados por el pecado. Aspiramos a cosas que nos parecen más concretas, más palpables, no tan lejanas, más inmediatas, más próximas. Y lo hacemos porque nuestra mirada, con frecuencia, está desviada, oscurecida, se ha vuelto poco nítida, poco penetrante. Nos hemos acostumbrado a desear cosas buenas, pero frágiles, porque este mundo nos aferra el alma y nos seduce. Nos cuesta ver más allá, contemplar las costas lejanas hacia donde se dirige nuestro navío, esperando el amanecer que nos introduce a luminosidades sin fin. Buscamos anclar en cada islote, concentrarnos en cada pequeña luz, disfrutar los precarios oasis, y tratamos de convertirlos en lo que no son, y pedirles a las creaturas lo que las creaturas no nos pueden dar. Pero si la contemplación de la belleza de este mundo, lastimado también por el golpe del pecado, corroído por las consecuencias de la Falta, parecen efectivamente saciar, por un instante, nuestro corazón, sólo es un instante, fugaz y efímero. Desearíamos que no terminara, que las transitorias felicidades de la tierra no se extinguieran sino que perduraran. Pero se terminan. Eso nos habla de la fragilidad de este mundo, pero también levanta para nosotros una pequeñísima parte del velo que cubre aquella misteriosa Vida Eterna. Porque si contemplar la belleza de un paisaje o experimentar el gozo del amor nos extasía, podemos, pálida pero realmente, ir comprendiendo la infinita alegría en el Amor y la Belleza que causa todo verdadero amor y es la raíz de toda auténtica belleza.
El gozo surge ante la posesión del bien. Supone una cierta saciedad, un aquietamiento, la calma de nuestros deseos. Alcanzar lo que buscamos, lograr un objetivo, llegar a una meta, poseer lo que reclamaba nuestra atención. Todo eso nos alegra, nos da una cierta felicidad. Pero, en este mundo, seguimos buscando, continuamos anhelando, el deseo no parece aplacarse más que por poco tiempo. Y el gozo de este contiene, en sí mismo, la semilla de su fin, el germen de lo que se acaba. Toda felicidad temporal contiene las lágrimas de la despedida, porque no durará. “Son las lágrimas de las cosas –decía Virgilio en una conocida pero intraducible afirmación– y tocan el alma de los mortales”. Todo el bien y la belleza del mundo, carece de plenitud, pero nos remite a la Plenitud de Dios. El Bien, la Verdad, la Belleza perfecta, hasta el punto de que, al contemplarlo y poseerlo en el Cielo, jamás desearemos cosa alguna, fuera de Él. En este mundo buscamos la felicidad. Y debemos buscarla desde aquí en la eternidad. La felicidad que sacia las almas no está en cosas sino en Dios, que un día contemplaremos, al despertar de la existencia en este mundo y saciarnos de su Rostro: “Mas yo, en la justicia, contemplaré tu Rostro, al despertar me saciaré de tu Presencia” (Sal 17,15).
Y esto es así porque las bienaventuranzas, tal como lo han señalado grandes maestros, son, en el fondo, la descripción del Rostro de Cristo. Es como una pintura de Nuestro Señor, como el retrato de su propia vida. Es Él abriendo su Corazón ante nuestra mirada. Nos habla del fundamento de su propia felicidad a la que también nos invita, desafiando las pautas de conducta de un mundo que lo rechaza pero, sobre todo, revelándonos el secreto camino que lleva al gozo pleno. Pobre porque su tesoro es el Padre, afligido porque la humanidad se aleja de Dios, paciente hasta el sacrificio en el Calvario para reanudar el vínculo de caridad, hambriento y sediento de nuestras almas, misericordioso y puro, pacífico y perseguido, en Él se cumplen todas las profecías, en Él se encuentra la verdadera e inalterable felicidad.