por Gastón H. Guevara
Lo que sigue son apenas apuntes, notas marginales a un capítulo de un libro del Didascalicon de Hugo de San Víctor
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Si bien es cierto que cada uno de los autores que hemos leído en este tramo de la diplomatura tienen un cariz sumamente atrayente, me he inclinado por el maestro Hugo de San Víctor. Su elección se debió a la cercanía de sus escritos -la selección del Didascalicon– con la vocación docente[1] -recordemos que Hugo en 1125 inició su actividad docente, y de 1133 hasta su muerte, acaecida en 1141, tuvo la escuela a su cargo (SARANYANA, 2007, p. 179).
Alguien podría objetar desde una visión historicista que el contexto histórico es diferente por lo que no sería válido trasponer lo dicho en el siglo XII al siglo XXI. Cierto es que no hay existente sin situación, pero también es cierto, y esto es lo que niega propiamente el historicismo, que existe una verdad trascendente a la historia; como dice Sciacca la verdad no es hija de la historia, sino la historia es búsqueda y develamiento de la verdad. Además debemos reconocer que la naturaleza humana es idéntica hoy como en el siglo XII.
Hecha esta salvedad, nos parece que las “sugerencias” del magister Hugo a los que estudian, a la par que sencillas, son fecundas para iniciarse en el camino de la sabiduría. Y este camino, al igual que en De consideratione de San Bernardo, tiene por pricipium el conocimiento de sí mismo.
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Nuestra época, prisionera de una falsa libertad, donde son bandera el relativismo, el utilitarismo, el nihilismo, la salud, se ha volcado a un alocado desenfreno. Bien podría referírsele lo de Hugo: “[se ha] aletargado por las pasiones del cuerpo y arrancado fuera de sí mismo por las apariencias sensibles, se olvidó de lo que había sido y, puesto que no recuerda ser de otra forma, no cree poder ser distinto de lo que se ve”. Fantástica descripción de lo que podríamos definir con Pieper un burgués espiritual. Este, en síntesis muy apretada[2], un hombre chato, que mira hacia abajo, que se encuentra atrapado en su “mundo circundante”, prisionero de un régimen “totalitario del trabajo” y que es incapaz de asombrarse.
Esta situación de intemperancia es una situación general, mas la podemos observar en particular en la abulia de los “estudiantes” de gran parte de nuestras escuelas (incluimos la Universidad, que es –debería- ser una Alta Escuela, como dice Pieper). De ahí que los consejos que da Hugo pueden proporcionar una base imprescindible para los que se entreguen con empeño al estudio[3].
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El capítulo 7, del Libro III inicia exponiendo que tres son las cosas necesarias para los que estudian: la primera hace referencia a una disposición natural a conocer, entender y retener lo que han visto u oído. Sobre las características de los que posee esta disposición natural no abunda nuestro autor, aunque podemos decir, que son pocos los que acompañan esta facilidad de entendimiento con la voluntad, pues los más esconden su talento bajo tierra, es decir, bajo el vicio y el placer, y por eso son despreciable[4]. Luego hay otros a los cuales se les niega la inteligencia –es decir, la disposición natural de la que hablamos más arriba-, y entre estos tenemos dos posibles respuestas. Están aquellos que sin desconocer su limitación “se sacrifican con esfuerzo para la ciencia […] estudiando hasta el agotamiento”, en ese sentido nos sirve aquello de Sertillange (1954) en “La vida intelectual”, en donde nos dice que “no hay necesidad de facultades extraordinarias para realizar una obra […] Lo que más vale es la voluntad; una voluntad ardiente y profunda” (p. 24-25). Aquí se hacen presente las otras dos cosas necesarias para un estudiante: el ejercicio y la disciplina: el ser constante y perseverante en la búsqueda de la sabiduría y hacer que esta se convierta en faro, también, de las buenas costumbres.
Hay otros que, conociendo su limitación, desprecian el saber, aún el más sencillo de todos. Estos deliberadamente no quieren saber. De estos dice Hugo: “No saber es señal de limitación, pero detestar la ciencia es señal de una voluntad perversa”. Se puede analogar a la conducta de Pilatos frente a su propia pregunta a Nuestro Señor: “Qui est veritas?”
Respecto de esto concluye el maestro: “Así como es más encomiable el alcanzar la sabiduría con un esfuerzo, careciendo de cualidades; de igual modo, es más despreciable poseer el ingenio, abundar en riquezas, y entorpecerse por vagancia”.
Creo que estas distinciones que hace sobre las disposiciones que tienen los estudiantes sobre el saber se hacen presentes hoy de exacta manera. El problema, creo, radica en el desconocimiento de la sabiduría, de lo que ella es y de la trasfiguración que puede producir en mi vida. Y si alguno tiene cierto atisbo de lo que ella es, la juzga inútil. Por lo cual, el docente debe incitar en su conocimiento, para que en los estudiantes arda el deseo vehemente por conocerla y poseerla, y así se conviertan en amantes de la sabiduría.
[1] Por esta entendemos el particular llamado, que se inscribe en la vocación de hombre, a dar a conocer gustosamente lo contemplado.
[2] Para comprender cabalmente este concepto se sugiere la lectura de PIEPER, Josef (2010). El ocio, fundamento de la cultura, Bs. As., Librería Córdoba.
[3] El estudio, según su raíz latina –studeo- significa “aplicarse a”, “ocuparse de”, “entregarse a”
[4] Véase la Parábola de los Talentos (Mt. 25, 26-30). El Señor le dice al que enterró su talento: “Siervo malo y perezoso (…) Quitadle, por tanto, el talento, y dádselo al que tiene los diez talentos. Porque a todo aquel que tiene, se le dará, y tendrá sobreabundancia; pero al que no tiene, aun lo que tiene le será quitado. Y a ese siervo inútil, echadlo a las tinieblas de afuera. Allí será el llanto y el rechinar de dientes”.