El ocio de los vaqueros

Por Gilmar Siqueira

«En el ocio, el hombre también celebra el fin de su trabajo permitiendo que su mirada interior se detenga por un momento en la realidad de la Creación. Él mira y afirma: es buena».[1]

Una de las cosas que me llaman la atención en la serie Yellowstone son las escenas concentradas en lo que podemos entender como el ocio de los vaqueros: el rodeo y las pruebas de excelencia en que los jinetes demuestran el propio virtuosismo como maestros de su oficio – de su arte – y las casi increíbles capacidades de los caballos. Incluso el escritor de la serie – Taylor Sheridan – sale en tales escenas, y nosotros, como los personajes de la historia, somos atrapados por esa fascinante armonía entre jinete y caballo.

¿En qué consiste el ocio de los vaqueros? ¿No sería una expresión poco precisa? Creo que no. Tomo la expresión ocio en el sentido que he aprendido de Josef Pieper: el ocio permite la contemplación, el reposo de la vista en algo que de por sí tiene sentido. Pero aquí aparece otro problema: ¿cómo hablar de contemplación en actividades tan movidas y que además tienen elementos competitivos?

El elemento competitivo – y deportivo – por sí solo no es suficiente para descalificar, desde el punto de vista de la contemplación, semejantes actividades. Es algo accidental y, en algunos casos, contribuye incluso a que se incremente el virtuosismo. El elemento contemplativo está, me parece, en el hecho de que el rodeo, las pruebas de lazo y las exhibiciones del jinete sobre el caballo son transfiguraciones artísticas de un modo de vida específico.

El caballo – introducido en el continente americano por los españoles – pronto se convirtió en una parte fundamental de la vida: era el animal necesario para la locomoción y el trabajo. Hubo una época en que nada parecía poder reemplazarlo. El cuidado del ganado y todas las actividades que implicaba hacían – y todavía hacen – indispensable que el vaquero supiese cabalgar bien. Cuando vemos en una escena de Yellowstone, por ejemplo, una prueba en que el jinete está sobre el caballo sin tener las riendas y su cabalgadura persigue a un novillo con movimientos rápidos, variando la dirección conforme el novillo intenta zafarse, tenemos ante los ojos el virtuosismo de una actividad que es cotidiana del vaquero; mientras que el ganado es conducido, siempre se desgarra alguna res y el caballo, antes mismo que reaccione el jinete, se pone en camino para reconducirla al rebaño. Las pruebas en que caballero y caballo muestran sus habilidades no son nuevas para los espectadores, sino que en cierto sentido son elevadas.

En los días especiales, días festivos apartados del trabajo rutinario, tales exhibiciones son a modo de descanso y gratitud por la obra concluida: por eso las demostraciones de excelencia ocurren en un contexto festivo. La obra de cada día – lidia, cabalgada, alguna dosis de peligro y el cansancio al fin de la faena – es convertida en belleza: cada demostración singular de virtuosismo sobre el lomo de un caballo es como la obra maestra de lo que se intenta hacer cotidianamente. Son fiestas de aprobación y gratitud: aprobación de la realidad en la que el hombre se encuentra y gratitud por haberla recibido. Tanto la aprobación como la gratitud toman una forma bella justo porque son labradas en la materia ordinaria.

Celebrar significa afirmar el sentido básico del universo y la impresión de unidad con él, de inclusión en él. Al celebrar, al preparar festivales para ciertas ocasiones, el hombre experimenta el mundo en un aspecto diferente de lo cotidiano.

Este fragmento de Pieper lo he traducido del inglés. El sentido básico – basic meaningfulness – del universo quiere decir el orden; un orden que se presenta al hombre que celebra como bueno y bello; un orden en el que, por reconocer su intrínseca bondad, el hombre intenta participar. ¿Cómo? Engendrando él también algo de belleza que sea culminación y perfeccionamiento de sus días ordinarios. Por eso cuando en la festividad los elementos cotidianos son llevados a una excelencia y armonía no rutinarias acaban también por justificar – y dar sentido – a la faena del día.

Contemplando la belleza en la festividad el hombre puede darse cuenta de que ella también está presente a diario, aunque a menudo lo esté implícitamente. Que el caballo persiga un novillo con la precisión de un lebrel es, a fin de cuentas, lo que se intenta a cada día sin que el intento salga con la misma belleza de la fiesta. Aprobación y gratitud por la excelencia que se ve generan una apertura.

El ocio es una forma de silencio, de aquél silencio que es requisito para la aprehensión de la realidad: únicamente quien está en silencio escucha y quien no está no escucha. Silencio, en este contexto, no quiere decir ‘mutismo’ ni ‘ausencia de ruido’; en realidad quiere decir que el poder del alma de ‘responder’ a la realidad del mundo se mantiene imperturbable. El ocio es actitud receptiva del espíritu, una actitud contemplativa, y no solo la ocasión sino que también la capacidad de impregnarse en la totalidad de la creación.

El descanso del trabajo ordinario, antes que mera interrupción entre turnos o períodos, se convierte en una celebración que le permite al hombre impregnarse en la totalidad de la creación.

Cualquiera que haya presenciado las festividades que menciono en este artículo podría decirme que sí, quizás haya algo de eso en las fiestas de los vaqueros, pero también hay mucho ruido y no son pocas las personas que aprovechan la ocasión para emborracharse hasta perder la conciencia. Y esto, claro, es todo lo contrario de la apertura descrita por Pieper. Sin contar los curiosos que van a esas fiestas por puro entretenimiento. Todo eso me parece muy cierto.

El ejemplo que elegí no fue sólo por Yellowstone. Las escenas de la serie por alguna razón me han permitido pensar en espectáculos que yo mismo he presenciado muchas veces, pero cuyo sentido me escapaba. Quizás el ruido y el entretenimiento me hayan distraído. Aun así creo que los elementos de belleza, aprobación y gratitud están en el centro de tales espectáculos y todavía pueden ser percibidos con un poco de atención.

Si los elementos centrales fueron recubiertos por distracciones y entretenimiento significa que Pieper tenía razón: el sentido de toda celebración es el culto, el sacrificio a la divinidad. La perfección de la lidia cotidiana hasta convertirla en una belleza armónica, partícipe del orden divinamente creado, es como un intento humano de rendir culto y dar gracias. Pero el culto humano es siempre menesteroso; siempre le falta algo. El verdadero culto es divino: dado por el mismo Dios. No en vano todo lo que pedimos lo pedimos por Jesucristo Nuestro Señor. Ya habéis entendido adónde quiero llegar.

Las distracciones y el entretenimiento – entendidos como el ruido que impide escuchar lo que realmente importa – son señales de que parte del sentido de esas fiestas se ha perdido. Pero – y he aquí el segundo motivo para mi elección del ejemplo – no totalmente. Aunque para muchas personas de la ciudad, por así decirlo, los espectáculos que menciono no sean más que algo curioso, para las gentes que todavía trabajan sobre el lomo de un caballo el sentido de culminación de la faena ordinaria permanece. Oculto, sí, entre el ruido de los que no son capaces de percibirlo, pero permanece. Es el sentido de sus vidas expresado en formas bellas; es el sentido de las cosas.

Un sentido que, tanto por su debilidad intrínseca como por la añoranza latente aun en sus formas más hermosas, es incompleto. No es todavía sacrificio, aunque pretenda serlo. Cuando, por fin, Dios mismo se revela y hace el sacrificio, el hombre se depara con el sentido perfecto. “Llamad y se os abrirá”. Cada celebración humana es aprobación y gratitud; es una llamada. Las fiestas a las que fui empezaban después de la misa.


[1] Josef Pieper. Leisure: The Basis of Culture.