Lázaro

por Pbro. Miguel A. Comandi

Asistir a este acontecimiento gracias a las palabras del Evangelio, nos sitúa en un ámbito del todo particular. Escuchamos las palabras, los diálogos, los susurros, accedemos a sentimientos y reacciones profundas, percibimos llantos y vemos las lágrimas surcar diversidad de rostros –y, sobre todo, El Rostro– sentimos el hedor de la muerte y evocamos los aromas de la unción perfumada. Muerte y Vida se conjugan aquí con especial fuerza y significatividad, en este último signo, previo a la Pasión, según el Evangelio de San Juan. Signos inaugurados hacía tiempo, en aquellas bodas en Caná de Galilea, cuando en un “tercer día” (Jn 2,1) Jesucristo “manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en Él” (Jn 2,11). Como en aquél signo, el primero de todos, no sólo por cronología sino por preeminencia –puesto que todo el Misterio Pascual estaba allí contenido– este último signo habla también de la Muerte, irreversible e inexorable, y de la Vida, de quien es la Resurrección y la Vida, que triunfa sobre aquella, que arranca de sus sombrías mansiones las víctimas que ha cobrado.

En el horizonte de este milagro se eleva ya con claridad el Calvario y la Cruz. Los discípulos intentan disuadir a Cristo de su propósito de dirigirse a Judea. Intuyen lo que sucederá, van comprendiendo que los diversos anuncios de la Pasión se harán realidad, aunque les cuesta aceptar que luego de la Muerte viene la Resurrección. Este milagro lo pone de manifiesto. Es un milagro, un signo portentoso hecho “para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado”. Según San Juan, la glorificación del Hijo tiene lugar ya en la Pasión. Jesucristo se presenta como el Mesías, el Salvador, como “la Resurrección y la Vida” como verdadero Dios, empleando el nombre divino, de honda raigambre en el Antiguo Testamento: “Yo Soy”. San Juan enfatiza al máximo estos títulos, esta realidad plena. Por eso nos sorprende tanto aquella expresión, cortante, incisiva, y hasta paradójica, en el centro mismo del relato: “Jesús lloró”.

Enigmático llanto, sorprendentes lágrimas surcan el Rostro de Dios. Él, que dijo a la atribulada madre de Naím que no llorara, ahora no contiene sus propias lágrimas. Pero es como si le hubiera dicho, no llores hasta que Yo mismo no derrame las lágrimas de la salvación, porque mis lágrimas son el arquetipo, el modelo de las tuyas, de las lágrimas de la humanidad que manifiestan la realidad de la muerte, pero que sólo por Cristo pueden convertirse en bienaventuranza: “Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.” (Mt 5,5). Tus lágrimas deben ser mías, y las mías tuyas, para que contengan la salvación, porque es necesario comprender lo que el mismo Jesús anuncia: “Aquel día comprenderéis que yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros.” (Jn 14,20). Así las lágrimas del dolor se convierten en las del amor (“el que tú amas está enfermo”; “cómo lo amaba”) y el aroma desagradable de la muerte se convierte en suavísimo perfume de vida. Por eso San Juan alude a la unción en Betania al inicio de este evangelio y al hedor de la muerte que retrae a los presentes de retirar la piedra que tapa el sepulcro. Piedra a la que se hace alusión más adelante, en el santo sepulcro de Cristo. En realidad, nadie puede retirar esa piedra, y menos aun lo que esa piedra significa: las regiones de la muerte están clausuradas, cerradas para siempre, se han vuelto inaccesibles a toda posibilidad de rescate. Pero la Palabra de Cristo participa su poder en aquellos que despejan la entrada de la tumba y su Voz poderosa, que en otro tiempo llamara a nuestros primeros padres para que salieran de las tinieblas en que el pecado los había sumergido, llama con autoridad absoluta a Lázaro: “Ven afuera”. Cual nuevo éxodo, los lazos de la muerte han sido quebrantados y el hombre, desatado de ellos, puede caminar libremente hacia Cristo y, por Él, hacia el Padre. Pero puede hacerlo porque Cristo lo ha hecho antes que nosotros. Él atravesó por las puertas de la Muerte, el resurgió triunfante porque es la Vida.

Que el Señor pronuncie también aquellas palabras sobre nosotros, ese llamado imperativo que nos haga “salir” de la prisión en que nuestros pecados nos retienen, y libres de toda oscuridad, nos permita recorrer el camino hacia la Jerusalén celestial.

Anuncio publicitario