Pentecostés

R.P. Miguel A. Comandi

San Juan vincula fuertemente el envío y la recepción del Espíri­tu Santo con el día de la Resurrección. En el mismo día en que Jesús resucita, confiere el Espíritu Santo a los Apóstoles. Sabe­mos que el episodio de Pentecostés tiene lugar cincuenta días después de la Pascua, pero esta unidad profunda con la Pascua no debe ser descuidada. Lo interesante del Evangelio que he­mos escuchado es que allí está representada perfectamente la esencia de Pentecostés, porque Jesucristo da el Espíritu en or­den a la santificación, al perdón de los pecados, al ejercicio de la redención que la Iglesia prolonga hasta el fin de los tiempos.

Cuando reflexionamos sobre esta fiesta, nuestra atención puede desviarse de manera excesiva hacia la manifestación prodigiosa que, ciertamente, tuvo lugar en aquel tiempo. Las lenguas de fuego y el don de que todos los pueblos entendieran la palabra de los Apóstoles. Pero la esencia es siempre la santificación. Y lo que el mundo ataca es precisamente eso. Y por eso busca también, deformar exagerando lo espectacular del signo y soslayar y apagar lo allí significado. El mundo pretende cerrar el paso al Evangelio, clausurar el camino a la Paz que viene de Dios. Ese saludo de Jesús a los Apóstoles significa la plenitud de los bienes mesiánicos, la perfección del Amor divino derramado en el mundo. Esa Paz, significa a Él mismo y al Espíritu Santo que nos entrega: «Él es nuestra Paz» (Ef 2,14) afirma San Pablo refiriéndose a Jesús. Y continúa: «Pues por él, unos y otros tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu» (Ef 2, 18).

En ocasiones, también, por evitar la consideración excesiva del prodigio, se ha minusvalorado su realidad. Pero siempre es una realidad al servicio de otra realidad, que es la salvación. El signo importa por lo que significa. Algo similar había sucedido con los milagros de Jesús. Muchos vieron los milagros y no creyeron, no trascendieron al significado, en el orden de la fe. Así pues, ese fuego y esas palabras comprensibles por todos, ya nos dicen algo, ya nos dicen mucho. No es casual que, según el testimonio de San Lucas en el libro de los Hechos de los Apóstoles, la reacción de los fieles, venidos de todas partes, haya sido: «todos les oímos hablar en nuestra lengua las maravillas [megaleia] de Dios» (Hch 2, 11). La clave, indudablemente, es aquello de las «maravillas de Dios». San Lucas emplea la misma palabra que María Santísima: «engrandece [megalynei] mi alma al Señor […] grandes cosas [megala] ha hecho» (Lc 1, 46.49).

Es la gran proclamación de la obra de Dios, el anuncio extasiado de la Encarnación y la Redención. Por eso San Juan, al narrar la efusión del Espíritu Santo al atardecer del día de la Resurrección, muestra como Jesucristo lo vincula a la santificación, a la purificación de los pecados, a la potestad de la Iglesia para reconciliar a los hombres con el Padre.

En el Antiguo Testamento el pueblo de Dios había recibido la Ley en el Sinaí, cincuenta días después de haber sido liberado de la esclavitud en Egipto; cincuenta días después de aquella primera Pascua, de aquel «bautismo» en las aguas del Mar. Y así había quedado configurado como verdadero Pueblo de Dios. Pero dice San Pablo que «el Amor es la plenitud de la Ley» (Rom 13, 10).