El que hace la voluntad de mi Padre

R.P. Miguel A. Comandi

La primera sección de este Evangelio no trata simplemente acerca de Satanás. Las palabras de Jesús parecen más orientadas a explicitar la raíz del pecado que habita en el corazón de los fariseos. La insistencia en este tema se justifica por la manera en la cual el fariseísmo incide corrompiendo nuestro vínculo con Dios. El fariseísmo, como actitud religiosa, no solo intenta apartarnos de Dios sino que ese apartamiento sea irreversible. Nuestro Señor lo expresa en términos del pecado contra el Espíritu Santo. No consiste en hablar mal del Espíritu Santo o de ofenderlo de alguna manera más o menos explícita en una fórmula. Consiste en no reconocer el pecado y no querer recibir la gracia. En otras palabras aquellos hombres pecaban contra el Espíritu Santo por que voluntariamente se negaban a recibir al hijo de Dios. Parecían puros, pero sus corazones estaban llenos de tiniebla. No se trata de que Dios niegue el perdón, sino de que el hombre no quiere ser perdonado. Los fariseos se consideraban salvados, no necesitados de Redención.

Notemos que la agresión contra Cristo y contra su obra, en este pasaje, radica en afirmar que Jesucristo expulsa a los demonios, porque él mismo está bajo su poder. Consideran a Jesucristo mismo un endemoniado. Poco antes, sus propios parientes lo consideran un exaltado, alguien fuera de sí. Se trata de obras y palabras que proceden de ese aislamiento que el hombre pretende asegurar con respecto a la acción de Dios. No ven el bien que Jesús realiza, y confunden el bien con el mal. Pero no por mera ignorancia, sino culpablemente. Jesús habla de la manera en la cual el demonio posee a los hombres, en el contexto de las expulsiones que está realizando, signo palpable de su triunfo sobre el poder del mal. No obstante, con ocasión de estos exorcismos, Jesús va a evidenciar algo mucho más grave que una posesión diabólica, precisamente este pecado contra el Espíritu Santo. Una de las maneras más profundas y graves que el demonio emplea para influir sobre las almas es provocar el apartamiento de Dios. Es una situación mucho peor a la de una posesión diabólica. Porque, en definitiva, lo que el Adversario pretende, es que el pecado habite siempre en el alma.

En la segunda parte del Evangelio Jesús enseña el modo auténtico en que el Cristiano debe vivir como hijo de Dios. Nos muestra que el sentido de la filiación no es una cuestión de la carne sino fundamentalmente del espíritu. Mientras los fariseos se aferraban a su condición de hijos de Abraham por la carne, el verdadero parentesco con Jesús tiene que ver con un modo de vivir a partir del don recibido que nos constituye en hijos del Padre celestial. Por supuesto que no está negando su vínculo con María santísima, sino, muy por el contrario, expresando la verdadera naturaleza de ese vínculo. La clave de la maternidad de María es haber aceptado por la fe la palabra de Dios y haber vivido siempre de manera conforme con ella. Isabel le había dicho a la Virgen María bienaventurada por haber creído. Y esta fe no es el mero saber sobre Dios, un simple conocimiento de ciertas verdades, sino la fe viva, animada por la caridad, que nos mueve hacia Dios. Esa maternidad de María se expresará, de la manera más intensa y perfecta de todas, al pie de la Cruz, engendrando la Iglesia y convirtiéndose en nuestra Madre.

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