La muerte de Belgrano

Compartimos a continuación un fragmento del capítulo sobre la muerte de Manuel Belgrano, del autor Cayetano Bruno, sacerdote salesiano e historiador.

Libre, al fin, tomó Belgrano el camino de regreso para morir en Buenos Aires. Lo acompañaban su médico Redhead, su secretario y capellán el padre José Villegas y dos ayudantes más.

Llegado a destinación redactó el 25 de mayo de 1820 su testamen to con la fe de un patriarca. Una frase, que debió de serle familiar. encabeza aquel su postrer escrito:

«En el nombre de Dios y con su santa gracia, amén».

Y tras los datos personales, no menos piadosamente prologa sus últimas disposiciones:

«Estando enfermo de la que Dios Nuestro Señor se ha servido darme, pero por su infinita misericordia en mi sano y entero Juicio: temeroso de la infalible muerte a toda criatura e incertidumbre de su hora, para que no me asalte sin tener arregladas las cosas con- cernientes al descargo de mi conciencia y bien de mi alma, he dis puesto ordenar este mi testamento».

Lo hace como cumplía a un católico de convicción, a través de la profesión de fe en los más augustos misterios del cristianismo, «creyen- do ante todas cosas, como firmemente creo, en el alto misterio de la Santisima Trinidad Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres Personas distintas y un solo Dios verdadero, y en todos los demás misterios y sacramen- tos que tiene, cree y enseña nuestra Santa Madre Iglesia Católica Apostólica Romana, bajo cuya verdadera fe y creencia he vivido y protesto vivir y morir, como católico y fiel cristiano que soy».

No olvida sus devociones personales, primeramente a la Virgen Nuestra Señora con sus mejores atributos:

«Tomando para mi intercesora y abogada a la serenísima Reina de los Angeles María Santisima, Madre de Dios y Señora nuestra, a su amante esposo el Señor San José, al Angel de mi Guarda, Santo de mi nombre y devoción y demás de la Corte Celestial, bajo de cuya protección y divino auxilio otorgo mi testamento en la forma sigulente».

También la primera de sus seis disposiciones es de molde, a complemento de su anterior profesión de fe:

«Primeramente encomiendo mi alma a Dios Nuestro Señor que la crio de la nada, y el cuerpo mando a la tierra de que fue formado; y cuando Su Divina Majestad se digne llevar mi alma de la presente vida a la eterna, ordeno que dicho mi cuerpo, amortajado con el há bito del Patriarca Santo Domingo, sea sepultado en el panteón que mi casa tiene en dicho convento, dejando la forma del entierro, su fragios y demás funerales a disposición de mi albacea».

Oyó el doctor Castro sus últimas palabras:

«Pensaba en la eternidad adonde voy, y en la tierra querida que dejo. Espero que los buenos ciudadanos trabajarán por remediar sus desgracias».

El 20 de junio de 1820 fallecia en Buenos Aires el brigadier general don Manuel Belgrano, «habiendo recibido los sacramentos», según testimonia la partida de su defunción.

El entierro de Belgrano recuerda Juan Manuel Beruti en sus Memorias curiosas- «fue en el convento de Santo Domingo, costeado por sus hermanos; pues murió muy pobre y fue sepultado en la plazoleta de dicho convento; hablendo tenido la desgracia de no habér- sele hecho honores fúnebres ni entierro en general, por las convul- siones que desde su fallecimiento han sobrevenido a esta ciudad, y no tener el Cabildo fondos con qué costearlo».

En su periódico Del Despertador Teofilantrópico Mistico-politico publicó fray Francisco de Paula Castañeda por primero la noticia cinco días después en forma de elegía.

Algo más de un año pasó, «estando [ya] todo pacífico», para que el 29 de julio de 1821 decidiese el Ayuntamiento rendir los honores correspondientes a tan ilustre ciudadano.

Bruno, Cayetano. Creo en la vida eterna: el ocaso cristiano de nuestros próceres. Ed. Didascalia. Santa Fe, 1988

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