Educación en la familia (3/3)

Antonio Caponnetto

La educación en la familia

En cuanto a la tercera distinción, la educación en familia, vale la pena demorarse pues es aquí seguramente donde mejor se revela toda su fuerza magisterial. Se trata, por supuesto, no ya de la educación que se le imparte o que comparte, sino la que trasmite y otorga en su seno. La de los esposos entre sí, en “orden a un mutuo perfeccionamiento», sostenidos “por un amor fiel y exclusivo hasta la muerte». La de los padres para con sus hijos, «porque insuficientemente, en verdad, hubiera provisto Dios sapientísimo a los hijos, más aún, a todo el género humano, si no hubiese encomendado el derecho y la obligación de educar a quienes dio el derecho y la potestad de engendrar”, y la de los hermanos, parientes que, de un modo u otro, ejercen recíprocos influjos y ejemplos de conductas.

No obstante esta espontánea interacción, la familia resulta una peculiar sociedad educativa centrada en los hijos. Hacia ellos se dirigen los principales cuidados y desvelos, no sólo por ser los más necesitados e indigentes sino porque el hogar tiene un sentido proyectivo. Solidario con el pasado, mira hacia el porvenir para asegurar esa perdurabilidad de lo recibido y lo dado. Es una empresa signada por la abnegación y el sacrificio e imposible sin una esperanza acrisolada. Los padres renuncian a un cúmulo de intereses privados sabiendo que, en definitiva, llegará el momento de la emancipación y de los rumbos autónomos. Nadie puede asegurarles qué será de sus hijos, ni si los verán crecer hasta la madurez y hasta la fructificación de sus enseñanzas. Sólo la virtud de la esperanza mantiene firme la convicción de que, si bien se ha otorgado, buenos serán los frutos, aunque no pueda presenciárselos en el tiempo. Por eso, Jaime Callifer, aquel personaje de Greene en La castilla de las macetas, mientras vivió en la nada y en la angustia, se negó a la descendencia porque «para tener un hijo» -decía- «se necesita esperanza». Y por eso, el marxista Neruda pudo describir despectivamente la vejez de algún amorío anunciándole que, entonces, tendrá «los senos tristes de amamantan los hijos… los últimos retoños de su vida vacía”. De un modo mus distinto se expresa el cristiano:

“Ya soy feliz, tengo un hijo, ya no estoy solo por completo en este mundo, ya existe un ser que me acompaña, ya tengo un sitio asegurado en el futuro…

El universo recupera su voz de niño y su en mirada candorosa con todo el ser de los sentidos, ya estoy pendiente de sus ojos y su boca…

Desde que soy padre de un hijo, vivo en la tierra con el alma y con el cuerpo y en este mundo de los hombres ya tengo parte, ya no soy un forastero…

Porque ya tengo un eco eterno, porque ya tengo para siempre un eco vivo, ya ni la muerte poderosa tendrá poder sobre mi nombre y mi apellido”.

En esta perspectiva, no hay regazos que se entristezcan por cobijar infancias ni vaciedad existencial en quienes han criado todas sus vidas, pues el fundamento más perdurable del oficio pedagógico paterno no es otro que el de la afectividad. El amor de los padres -donación y servicio en los comienzos, receptividad y espera en el final- se brinda entero al amor de los hijos -posesivo primero, abnegado después- hasta que ambos se funden en un solo y nuevo amor.

No es pues una relación convencional basada en reglamentaciones positivas, ni un lazo educativo planteado en términos de derechos y deberes. Como bien recuerda Leclerq, un planteo de esta índole corre el riesgo de diluir la responsabilidad amorosa en una obligación contractual de base puramente jurídica.

Sin embargo, este último criterio es el que domina hoy en las declaraciones universales sobre los derechos de los niños. Los niños resultan ser titulares de infinidad de derechos, prerrogativas y privilegios, pero se habla del niño abstracto y desarraigado, no del hijo inserto en una familia. Se alude a las obligaciones penales de los adultos pero no al ministerio de los esposos consagrados a la prole. Un ministerio al que santo Tomás analogó con el del sacerdocio, pues propaga y conserva la vida corporal y espiritual (Cfr. S.C.G. IV, 58). La mentalidad contemporánea sumida en los cánones del positivismo recalca los aspectos legales de carácter positivo, pero desconoce o rebaja la trascendencia de la ley natural y divina. Se exacerba hablando de psicopedagogía y de las «relaciones de pareja», pero escamotea el sentido de la crianza y el necesario sacrificio de los cónyuges. Alude hasta el cansancio a los derechos humanos pero evita considerar los  derechos y las responsabilidades y nombra al amor cada instante mas no es capaz de remitirse a Aquel que es el amor de los amores.

En el umbral de la muerte que le llegó por vía de un tribunal envilecido que distorsionaba la justicia el maestro Sócrates nos dejó como ejemplo una actitud bien distinta. Dirige el pensamiento hacia sus hijos y en nombre de leyes y deberes más fuertes que los que pudieron reglar las relaciones filiales y paternales, se volvió hacía sus jueces diciéndoles:

 «Varones atenienses, familiares tengo e hijos tres, uno ya mozo, dos todavía niños. Pero no estoy para hacer sabio aquí a ninguno de ellos, a fin de pediros que me favorezcáis con vuestros votos… Una cosa por cierto les pido: cuando mis hijos lleguen a la bella edad, si os pareciere, varones, que se ocultan por las riquezas o por otra cosa cualquiera más que por la virtud, dadles como merecidas las mismas molestias con que yo os he molestado; y si se tuviesen por algo, siendo nada, echadles en cara, como yo lo he hecho con vosotros, que no se acuiten por lo que no deben y que se creen ser algo no siendo dignos de nada».

Sócrates, maestro y padre de sus hijos y de sus discípulos, aúna en sí el amor a la sabiduría con la sabiduría del amor, difícil magisterio que prefigura aquel otro más alto que se cifraría con los siglos en la Cruz.

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En: Caponnetto, Antonio. La misión educadora de la familia. 3era. Ed., Bella Vista Ediciones, Bs. As., 2016, pp. 62-65.

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