¿Qué cosa es enseñar?

Vayamos allanando el camino. La palabra enseñar provienen del latín insignare, que significa señalar, mostrar. Así como cuando a una persona se le enseña un paisaje. Si en el acto de enseñar se muestra o señala lo que las cosas son en sí mismas, enseñar implica la idea de mostrar o anunciar la verdad, por tanto enseñar no es trasmitir de mi mente a la mente de otro, sino enseñar a ver. Siguiendo con el ejemplo del paisaje, vemos que quien enseña el paisaje no le trasmite una idea de paisaje creada por él mismo, sino que le muestra el paisaje real, que está ahí fuera, diferente a mí y a ti, exterior, pero capaz de penetrar en lo profundo de la inteligencia. Caturelli[1] nos aclara este punto:

“La verdad, pues, es común al profesor y al alumno y, simultáneamente, trascendente. Por eso mismo el que enseña no ‘trasmite’ principalmente, sino que, por medio de sus palabras habladas o escritas, hace descubrir progresivamente la verdad al que escucha o lee (…) Luego el acto docente, primordialmente, consiste en hacer descubrir por sí mismo la verdad a quien escucha”.

Aquí se presentan dos situaciones, la primera refiere a que en el acto educativo es esencial el educarse, el proceso interior propio, el querer educarse. Por ello, cuando muchas veces se ofrecen los objetos al espíritu si no hay atención, que es la concentración de la conciencia sobre un objeto, todo es en vano. Es un ver sin mirar y un oír sin escuchar. En segundo lugar, claro está que los alumnos no pueden inventar lo que ellos no conocen, por ello siempre habrá un elemento magisterial en el enseñar. Una palabra incandescente que saque del letargo el deseo por la verdad, dormido dentro del alma del alumno, despertando en él la conciencia del deber de la educación, arrancándolo de la limitación de su existencia y arrojándolo a la aventura dramática de la verdad. De allí que el acto educativo sea una colaboración –dependiendo las edades- entre el agente externo y el propio alumno que se educa.

Pero queremos dejar en claro, y aquí nos detendremos un instante, la vital importancia del maestro, tan vilipendiado en la pedagogía moderna.

Digamos entonces que para que la verdad sea recibida en el alma, o mejor, conocida por el alma, es necesaria una previa purificación de la inteligencia. Así como una caja repleta de arena, no se puede colmar de oro hasta que no se vacíe de aquel primer elemento, de la misma manera sucede con la inteligencia; hasta que ésta no sea vaciada del componente contaminador de aquella ignorancia que hace creer saber, cuando no se sabe nada, la verdad sustancial, que libera al hombre de la ignorancia y el error, no puede habitar en ella. La ignorancia no puede salir de sí misma, y por eso el discípulo necesita que el maestro le tienda una mano y lo saque de ella. Suscitar en los otros la conciencia de su propia ignorancia, magna tarea socrática, es la tarea de todo docente para así liberar la vía de la razón. El alma que asume la conciencia reflexiva de su propia ignorancia está preparada convenientemente para iniciar el proceso constructivo de ella misma en el saber de razón. Por tanto “la solicitud de la palabra magisterial obra el estímulo necesario para que desarrolle su propio pensamiento en rigurosa identidad con el objeto y consigo misma, hasta elevarse soberana al concepto”[2].

De allí que el maestro deba ser un alpinista de la verdad. En las cumbres elevadas del saber se levanta el punto más sublime que domina todo el cordón montañoso con majestuosa autoridad. El maestro misterioso y atrevido concibe el designio de subir allá; mira, tantea, tropieza, cae, se levanta, trepa por altísimos peñascos, es equilibrista en la cornisa de los abismos, se agarra de débiles plantas y raíces para no caer, tiene miedo de tremenda altura alcanzada, pero persiste en el afán primero; lleno de sudor y casi agonizante alcanza la cumbre, levanta lo brazos en gesto de victoria y se deja caer. En ese momento entra en él toda la luminosidad del paisaje y el aire puro penetra en sus pulmones. Entonces de una ojeada domina todos los escondrijos, vertientes, pasajes que escondía la montaña; lo que antes veía en partes, ahora lo ve en su conjunto. Observa lugares por donde había intentado subir y ríe de su ignorancia, pues era imposible. Y una vez contemplado lo que se le ha dado, dice y se pregunta: “esto es de una belleza inaudita ¿y cómo harán aquellos que están mirando para subir hasta aquí?”. Observando finamente descubre un sendero, no sin dificultades y que da muchos rodeos, pero por el cual se puede acceder al pico más alto. Entonces desciende hasta el valle y se ocupa de convencer y guiar a los que deseen que les enseñe el camino y la vista que desde la cumbre se percibe.

Exactamente, debemos decir, considerando lo expuesto, que enseñar es enseñar al otro que aprenda a pensar. Y si del docente venimos hablando debemos decir algo más: es necesario que sepa pensar. En este caso, una formación adecuada y sólida es de imperiosa necesidad. El docente deberá ser

“un hombre sabio con la suficiente valentía como para indicar la preeminencia del Ser frente al devenir, de lo esencial frente a lo accidental, de lo absoluto frente a lo relativo, sin mediatizar la Verdad por la novedad ni la certeza por la pluralidad, ni la libertad por el subjetivismo, ni la obediencia por el placer”[3].

Andemos un poco en esto. El verdadero docente no puede caer en la falacia del historicismo, donde la verdad es hija del tiempo, por el contrario debe reivindicar y restaurar el lugar de la Verdad y del hombre frente a ella: la Verdad es señora del tiempo y el hombre es su siervo. Una penetración y profundización constante en la Verdad es acuciante, así como también es de vital importancia un perfeccionamiento progresivo de la vida espiritual, pues sólo podrá enseñar la Verdad aquel que vive la verdad que enseña. Sólo dejando la vida en esta ardua empresa es posible una verdadera formación.

 

José Gastón

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NOTAS

[1] CATURELLI, A. La filosofía. Gredos, Madrid, 1966, 270.

[2] GENTA, J.B. El filósofo y los sofistas. 2ª ed., Buen Combate, Bs. As., 2009, p. 48.

[3] CAPONNETTO, A. Pedagogía y educación. Cruz y Fierro Editores, Bs. As., 1981, p. 253.