Jordán Bruno Genta, presente y vigente

Jordán Abud

A 50 años de su martirio

Entre la política del honor y la revolución populista-liberal

Hay muchas maneras de evocar este año a Jordán Bruno Genta, asesinado en la puerta de su casa, cuando se disponía a participar de la Santa Misa, el 27 de octubre de 1974. Existen innúmeros capítulos biográficos en los que valdría la pena reparar, virtudes practicadas con grandeza que necesitamos rescatar para sacudir nuestra modorra, cuánto más su legado doctrinario o su prevista y planificada muerte testimonial.

Pero a 50 años de su asesinato, vaya este homenaje enarbolando bien alto una de sus banderas más prístinas, allí donde se conjuga la ratificación a los cuatro vientos de la Reyecía de Nuestro Señor Jesucristo y el desprecio sostenido e intransigente al plan masónico para las naciones, cuya denuncia inequívoca y frontal pagó a tan alto costo.

Genta no era democrático. Y no lo era por una sencilla razón: porque combatió en su vida -y pagó con su muerte- aquellos principios fundantes que le dan razón de ser a este sistema maquiavélico, promotor del sojuzgamiento por parte de los poderes mundiales y generador -más temprano que tarde- de frutos podridos en todos los órdenes de la comunidad política (no sólo en su salud espiritual, sino también en el más básico de los sentidos -hoy visible a todas luces-). Uno de estos principios constitutivos de la farsa democrática -tan digna, frontal y épicamente combatido por nuestro glorioso caído- fue el populismo igualitario en sus múltiples formas y manifestaciones.

“Populismo” decimos, sea bajo la forma de subsidios provisorios al modo de “pan y circo”, sea en forma de estrategias demagógicas de comunicación buscando tocar fibras sensibles en las emociones latentes, lo mismo da. Lo nuestro no es de derecha ni de izquierda, ni la disyuntiva es si combatir marxistas o tolerar liberales. Ya lo decía Aníbal D’Angelo Rodríguez, en uno de sus comentarios a la recopilación de textos (La otra Argentina): “Castellani podía pensar, todavía, que los liberales eran ´gente buena, simpática y bien intencionada, pero confusa´. En su momento él conoció (y yo también, aunque nací casi treinta años después que él) a muchos liberales que respondían a esa descripción. Hoy ya no. O en todo caso son muy raros. La necesidad de defender la libertad-fin hasta las últimas consecuencias los ha llevado a aprobar el aborto, la reducción de edad del consentimiento sexual, la legalización de la droga, la eutanasia y otras barbaridades que impiden calificarlos ya de “gente buena y simpática”. Han terminado por mostrar las garras…1. Curioso párrafo de don Aníbal, parece escrito hoy a la mañana. Nuestros maestros han recordado siempre que “el socialismo ha brotado del liberalismo como el  efecto de su causa, y un católico no tiene nada que ver ni con el liberalismo ni con el socialismo”2.

Hoy el populismo se ha convertido en patrimonio común de las ideologías políticas, cualquiera sea su color. Y no se trata aquí de despreciar al hombre sencillo, al simple ciudadano, ni al pueblo como comunidad política, ni al sentido común que suele brotar perseverante como expresión cristalina del orden querido por el Creador en la criatura racional. Se trata de sus caricaturas: el hombre subvertido y revolucionario, que termina renegando hasta de las evidencias, el “soberano” -parodiando al anonimato como si se tratara del veredicto divino-, el de necedad invencible, enropado de soberbia e incapacitado de cualquier elemental juicio crítico, fruto de un planificado embrutecimiento que se agiganta a cada minuto.

Y es aquí que tenemos una primera advertencia: quien denuncia la farsa de un sistema masificante no desprecia al hombre común de sudores y labores, ni al hombre de a pie que sigue intentando llamar a las cosas por su nombre. Realiza con él, en verdad, un valiente acto de justicia. Téngase por caso, que Genta fue él mismo un hombre sencillo, un contemplativo del asombro cotidiano, un agradecido del pan y del tocino, un enamorado de las “cosas menores”. En rigor, combatir al populismo es defender al hombre real, al hombre normal, al hombre completo. Y es repudiar el frenesí dislocado de las ideologías que, en su hervidero de sandeces, ya no saben qué otra afrenta sumar a la verdad y al orden que mora en la inteligencia de este señalado “hombre común” chestertoniano.

Genta, en su quinta clase de “El Filósofo y los sofistas”3, recordaba que el pueblo puede ser un maestro recomendable de la lengua, porque está de acuerdo consigo mismo y no disiente jamás acerca del significado común de los nombres comunes. Y hasta puede ser un buen maestro del lenguaje poético (…) -pero llegan a renglón seguido las condiciones y los distingos- (…) si es un verdadero pueblo y no una plebe urbana y cosmopolita, una masa amorfa de gentes mezcladas y advenedizas.

Con todo, -advierte en la misma clase- no debemos exagerar la importancia del magisterio popular, aún en asuntos que le conciernen, si nos atenemos al espectáculo contemporáneo de pueblos anarquizados por los dogmas y las constituciones liberales, divididos por el egoísmo de los individuos, de las clases y de los partidos políticos…

Destaquemos algunas notas que caracterizaron a Genta en todo su magisterio, y que fundamentan su advertencia contra el populismo democrático. Porque, insistamos, de esto se trata al fin de cuentas: de encontrar los fundamentos e intentar obrar conforme a ellos. Comencemos con una triple advertencia, tan remanida como olvidada.

Primero, es satánicamente revolucionario el destronamiento de la potestad divina y la usurpación en manos de la soberanía popular. En su clase 23 (haciendo referencia allí, entre otras cosas, a la importancia del ordenamiento normativo en la vida social), recuerda Genta que la ley no es aquí una expresión de la democrática Voluntad General que se concreta en la despótica voluntad de una mayoría accidental, consagrada por el sufragio en este día de hoy y que mañana será revocada por otra mayoría accidental, igualmente arbitraria e incompetente. En tal caso, no sería una ley en sentido propio, sino un simple decreto…

Es decir, si alguien supo entender los límites de una ley positiva en una estructura perversa, ese fue Genta. Por eso, dirigía sus críticas cuanto pudo a los obnubilados por el positivismo liberal, que acatan al soberano popular, a ese monstruo, expresión acabada de la servidumbre, de las pasiones y de los apetitos, surgido del voto de esas multitudes…4

Se trata, lisa y llanamente, de una inversión, un trastoque, de un planteo metafísicamente revolucionario.

Segundo, es tan inaceptable cuanto sospechosa la extraña traslación: el hombre solo falla, amontonado no. O más sencillo: la mayoría siempre tiene la razón. Curiosa forma de utilizar la lógica.

En “El asalto terrorista al poder” que es, como sabemos, una cuidadosa recopilación de sus postrimeras clases, Genta enseñaba: Aún aquellos que admiten que cada hombre personalmente es un pecador, cuando consideran el conjunto de los hombres que integran, pongamos así, un pueblo, una nación, ese conjunto ya es inmaculado. Y todo lo que ese conjunto obra numéricamente, como expresión de la mayoría, como voluntad de la mayoría, es infalible.

Tercero, lo anterior, perverso en sí mismo, se agrava cuando el pueblo se convierte en masa, y los ciudadanos no son hombres libres sino borregos. Ante principios intrínsecamente falsos, no hay agua bendita que los convierta en plan legítimo de acción. Pero lo que sí resulta posible es que ganen en tenebrosidad. Y así sucede cuando el cuerpo orgánico llamado “sociedad” se convierte en “masa”. Genta detestaba la demagogia porque era un aristócrata de la virtud, y le resultaba indigeriblemente indigno que se apele a lo más bajo, o lo más rastrero, a lo más vil y animalesco para lograr captar la adhesión y el consenso.

Preguntemos -decía en su vigésima clase de El Filósofo y los sofistas- si aquellos que tienen la responsabilidad del gobierno y del mando, deben complacer a la multitud sin tener en cuenta su mejor ser o si la administración del placer y del dolor deben hacerse en vista del Bien Común.

Es lógico que si la Verdad es destronada por la mayoría, la política será mutada en demagogia. Si al fin de cuentas sólo se trata -por un voto más- de persuadir y de mover los apetitos. Por eso, enseñaba con dolor en su clase 29 del libro ya citado: Nada, pues, de Sabiduría ni de Verdad; el recurso práctico, eficiente, y exclusivo es apelar a la fuerza de los placeres, de los dolores y de los temores como ya hemos referido. Asegurad una felicidad burguesa de potrero verde y el comunismo será rechazado y repudiado infaliblemente. Mostrad a los animales satisfechos que un gran poder en auge creciente les arrebatará su pequeña felicidad egoísta en caso de triunfar y los veréis levantarse airados y feroces para destruirlo en los campos de batalla.

El ideal masónico del igualitarismo

Ahora bien, para que la masa sea quien decida es necesario uniformizarla al máximo, con un ideal que -en rigor- forma parte del ortodoxo programa masónico, incompatible con el ideal evangélico. Esta seudouniformización o igualdad de utilería es la entelequia perfecta para que en lo atinente al bien común “todos se crean con derecho a todo”. Con razón protestaba Genta: todos somos o nos suponemos, en cuanto ciudadanos de una democracia, con autoridad suficiente para juzgar y decidir sobre los asuntos de Estado, en el gobierno de la República, sin haber estudiado ni aprendido especialmente el arte de la política y sin haber tenido jamás maestros de prudencia (novena clase).

Como por un huracán, son arrastradas todas las distinciones que conforman un pueblo: ni dones, ni proporción, ni capacidad, ni mérito, ni tradición. Todo es amputado por la guillotina dulce de la libertad, la igualdad, la fraternidad.

¿Parece evidente? Por momentos daría la impresión de que no. Tal vez debamos repetir hasta el cansancio: los hombres son iguales en su esencia y desiguales en capacidades, talentos y méritos. Para Santo Tomás, que vuelve en este punto al pensamiento aristotélico, la desigualdad política es tan legítima, tan conforme a la dignidad del hombre, que incluso sin la caída original habría existido el sometimiento político de unos hombres sobre otros5. Nada menos conforme al pensamiento de la tradición tomista que ese lirismo de la libertad sin ataduras y de la igualdad sin distinciones6.

Una de las inquietudes que nos surgen es porqué -en tan abierta y transparente participación democrática- las autoridades municipales y nacionales no se eligen en la quiniela de fin de año. Si hemos de llevar el dogma democrático a sus últimas consecuencias, y programar una metodología coherente, una propuesta cuantitativamente uniforme y genuinamente azarosa parece ser lo ideal. Tal vez, por curiosas paradojas, no convenga a los inocentes postuladores de las reglas de juego. Demongeot recuerda, y con

razón, que el procedimiento democrático por excelencia es el sorteo, por ser el único que realiza una perfecta igualdad de posibilidades para todos los ciudadanos7.

En su “Guerra contrarrevolucionaria. Doctrina política antisubversiva”8, señalaba Genta esta amputación: “El estado anula aparentemente en el plano político todas estas diferencias de nacimiento, de fortuna, de condición, de cultura, de conducta; considera al hombre como un ente abstracto y lo hace miembro imaginario de una imaginaria soberanía, copartícipe por igual de la soberanía popular; esto es, lo reduce al uno vacío e indiferente del sufragio universal, secreto y obligatorio (Ley Sáenz Peña)”. Y se preguntaba: ¿No será que la normalidad democrática es tan anormal que precipita irremediablemente en el desgobierno y en la anarquía? ¿No será la lógica interna de su proceso que engendra necesariamente la crítica de sí misma? ¿No será la glorificación de la contradicción el sino democrático?

La respuesta a estos interrogantes la podemos dar hoy, guste a quien le guste: la democracia funciona bien. Por eso estamos como estamos. Simplemente porque (Clase 13): lo mejor es democráticamente aborrecible y deben cegarse las espigas que crecen demasiado alto; entre todas, la superioridad de la inteligencia es la más imperdonable.

Querer mejorar es un propósito evidentemente aristocrático, incompatible e intolerable en un régimen igualitario; “la democracia sólo conoce la igualdad cuantitativa, ya que no tiene en cuenta las aptitudes personales ni otra cualidad alguna sobre lo que pueda fundarse una proporción determinada”9.

¿Nos equivocamos entonces si decimos que se trata de un sistema intrínsecamente injusto? ¿Qué más necesitamos para darnos cuenta que el igualitarismo es un veneno que se da a ingerir a los idiotas útiles?

La verdadera participación en política

El nacionalismo católico no desprecia al hombre común. Al contrario, le da su lugar justo. El programa es, básicamente, sencillo: le pide lo que puede dar, no le exige aquello de lo que carece. No espera un cálculo de ingeniería del músico, ni que enseñe literatura al carpintero de oficio, ni que opine de geopolítica a la maestra jardinera (posiblemente esta afirmación se prestaría a la casuística interminable, pero solo aspiramos a que se entienda la noción de desigualdad y su vinculación con la justicia; posiblemente habrá honrosos carpinteros que conozcan más y mejor literatura que algún licenciado en la materia, y así sucesivamente con las excepciones).

Por eso, este autor (Demongeot) con el cual hemos acompañado el magisterio de Genta, recuerda que el principio es que los mejores deben ser elegidos. La elección no tiene, por consiguiente, más que un carácter de designación. Santo Tomás hace suya en la Suma una sentencia de San Agustín según la cual el pueblo debe elegir a sus gobernantes solamente en el caso de que se muestre digno de ese derecho. Y la mejor manera de mostrarse digno de usar de ese derecho para el bien común esgrimido es eligiendo en realidad a los mejores. No podemos entender esta elección en el sentido de un verdadero “sufragio universal”, tal como es concebido hoy en día. Sabemos que tal sufragio, con igualdad cuantitativa absoluta de todos, no desemboca de hecho y no puede desembocar más que en un gobierno de clase en provecho de la plebe. Para que el sufragio de todos llegue en realidad a escoger a los mejores, debe ser cuantitativamente muy desigual10.

Recordaba Genta en “Guerra contrarrevolucionaria” que el propio bien es indivisible del Bien Común que tiene prioridad en caso de conflicto y es de todos y de cada uno; pero no con igualdad aritmética, sino proporcional a la función, al mérito y a la capacidad. Y es que sucede que la única manera de ser justos es discriminando, distinguiendo y jerarquizando. Por eso, el sistema es intrínsecamente injusto, premeditada y alevosamente injusto. Y, por el contrario, el orden social cristiano puede calibrarlo con arte y belleza porque eleva la justicia al deber de caridad, y por tanto no usa a las personas, no las masifica, no las manipula, no las reduce a un número ni a una ecuación. Es preciso que se entienda de una vez: la democracia impide la verdadera participación en la cosa pública. Por eso, una insobornable consigna para el joven debe ser: participe en política, huya del sistema. Cumpla con su deber cívico, denuncie a los farsantes de la Patria.

Mientras no seamos capaces de entender nuestra vocación política, como forma más alta de la caridad, por fuera de las condiciones impuestas desde la torre de Babel, será imposible trazar la geometría exacta de los cimientos de la Patria que debemos reconstruir.

Vayamos cerrando: con Sócrates y Genta sabemos que un hilo invisible une el alma de la Nación y la de los ciudadanos. Y si hay algo que salvará nuestra Patria es su fisonomía espiritual hecha hispanidad y criollismo. Volvamos entonces por los fueros de la palabra exacta. Genta hizo su campaña política, y fue la siguiente: Al terror no se lo vence con los votos, se lo vence con la Verdad, y la disposición al sacrificio y la muerte11. Disposición ineludible, ciertamente, ante un plan revolucionario que no ha dejado programa ni objetivo sin ejecutar, en particular, la farsa de la soberanía popular.

Ellos han consagrado la omnipotencia del número, negando las tradiciones gloriosas de la Patria, negando que fueron los ejércitos los que hicieron la soberanía de la Nación y pretendiendo que la soberanía emerge de la multitud que nada tuvo que ver con la soberanía política de la Nación ni con su conquista, ni con su defensa12.

Es la ilusión que de lo menos puede salir lo más. La salvación de la Patria pasa por la soberanía política, no por la soberanía popular. No es prudente ni sensato ni razonable creer que se puede llegar a restaurar la Patria y el mundo en Cristo por la vía democrática y burguesa del sufragio universal13.

Pero el estandarte está izado hasta lo más alto, y ha sido defendido con la palabra y con la sangre. No seremos cómplices en cambiar la idea de la soberanía política por la soberanía popular. Una cosa real y verdadera como es la soberanía política, -que, además de ser una conquista de la verdad, es una conquista del sacrificio de la sangre porque para mantener esa soberanía política hay que mantenerse en la verdad y en la disposición al sacrificio de la sangre-, la hemos sustituido por la soberanía popular. La hemos cambiado, a pesar de que la historia documenta que esa soberanía política ha sido conquistada por la sangre de los soldados, de las generaciones que han dado su esfuerzo, su vida, su sangre, para lograrla. ¡Y todo a cambio de la falsa soberanía que surge de las urnas y de los votos! Todo el país aparece pendiente de esa soberanía popular14.

El sistema está funcionando, por eso estamos como estamos. Si como Nación somos dóciles sirvientes de la revolución o panfleteros de circos y payasos, entonces bien podemos decir que nos merecemos lo que hoy somos y tenemos. Es que la Patria no se elige, tampoco su soberanía política se logra por elecciones. No se afirma ni se sostiene sobre las urnas sino sobre las armas15.

El día que el pueblo se llene de fervor por la poesía que promete, estalle ante la convocatoria al sacrificio, sea capaz de la entrega de la sangre, se rinda ante la distinción y la jerarquía, ahí, recién ahí, ratificando una y mil veces la soberanía divina, podremos pensar que en lugar de ser una masa amancebada y perdida, tenemos algo de honor para que se requiera de nosotros lo muy desigual que cada uno tiene para dar.

Maestro de la palabra vibrante, prometedora y leal. Maestro del testimonio martirial: el paso de los años no apagará tu antorcha, no opacará tu testimonio, no mudará tu doctrina.

Nosotros no te olvidamos, Jordán Bruno Genta ¡presente!


1 Castellani Leonardo, La otra Argentina. Vórtice, Buenos Aires, 2019. p. 111

2 Del padre Alfredo Sáenz, en su introducción al breve opúsculo de Solzhenitsyn, El suicidio de occidente. Mikael, Paraná, 1979

3 Lumen, Buenos Aires, 1949

4 El asalto terrorista al poder (2014) Genta. Buen Combate, Buenos Aires, p. 98 (Segunda edición revisada y anotada a cargo de María Lilia Genta y Mario Caponnetto).

5 Summa Theol, I, q. 96 a 4, sed contra

6 Véase aquí a Demongeot, El mejor régimen político según Santo Tomás, BAC, Madrid, 1959, p. 112-113

7 Demongeot, p. 76

8 Ediciones Dictio, Buenos Aires, 1976, pp. 498-499

9 Demongeot, p. 74

10 Demongeot, pp. 174-175

11 El asalto…p.. 46

12 Ibidem, p. 88

13 Genta, Guerra Contrarrevolucionaria, p. 504.

14 El asalto…p. 427

15 Guerra contrarrevolucionaria…p. 460-461