La mañana del día de Navidad

Se despertó de golpe, totalmente despejado. Eran las cuatro de la mañana, la hora en que, cuando joven, su padre lo llamaba para que se levantara y le ayudara con el ordeño de las vacas. ¡Le resultaba extraño cómo los hábitos de su juventud se aferraban a él todavía! Tenía cincuenta años y su padre había muerto treinta años atrás, sin embargo, seguía despertándose a las cuatro de la mañana. Normalmente se habría dado la vuelta para dormirse de nuevo, pero al día siguiente sería Navidad y no intentó reconciliar el sueño.

¿Por qué se sentía tan despierto esa noche? Retrocedió en el tiempo. Tenía quince años y estaba en la granja de su padre. Amaba a su padre. Pero realmente no supo que lo amaba hasta que, un día antes de Navidad, a escondidas, escuchó lo que su padre le decía a su madre.

––“Mary, no sabes como odio despertar a Rob por las mañanas. Está creciendo muy deprisa y necesita dormir. ¡Si pudieras ver lo profundamente dormido que está cuando entro en su cuarto para despertarlo! Ojalá pudiera arreglármelas solo».

––“Lo se, Adam, pero no puedes». La voz de su madre era enérgica. “Además, ya no es un crio. Es hora de que asuma su puesto.»

––“Ya», dijo lentamente su padre. “Pero odio tanto despertarlo…»

Cuando escuchó estas palabras, algo en él habló: ¡su padre lo amaba! Nunca había pensado en eso antes, dando por sentado el vínculo de sangre que les unía. Ni su padre ni su madre hablaban de amar a sus hijos; no tenían tiempo para esas cosas. Siempre había mucho que hacer en la granja.

Pero ahora que sabía que su padre lo amaba, no habría holgazanería en las mañanas ni su padre se vería obligado a llamarlo de nuevo.

Luego, en la noche ––era la noche antes de Navidad de aquel año, cuando tenía quince––, al acostarse, pensó unos minutos en el día siguiente. Eran pobres, y la mayor parte de sus ilusiones para la celebración del día de Navidad estaban en el pavo que con tanto esfuerzo habían criado ellos mismos y en los pasteles de carne picada que haría su madre. Sus hermanas coserían y bordarían regalos y su madre y su padre le comprarían, como siempre, algo que necesitase, no sólo un nuevo abrigo, sino quizá algo más, como por ejemplo un libro. Él, por su parte, ahorraba cada año y les compraba algo a cada uno.

Pero en aquella Navidad, cuando tenía quince años, deseó poder ofrecer a su padre un regalo mejor. Como de costumbre había ido a la tienda de diez centavos y le había comprado una corbata. Parecía bastante bonita… hasta la noche antes de Navidad. Esa noche miró por la ventana de su cuarto; fuera brillaban las estrellas.

––“Papá», había preguntado una vez cuando era niño, “¿Qué es un establo?»

––“Es sólo un granero», había respondido su padre, “como el nuestro».

Y recordó como entonces se dio cuenta que de que Jesús había nacido en un granero, y que a un granero habían llegado los pastores…

Aquel recuerdo lo golpeó como una daga de plata. ¿Por qué no podría darle a su padre un regalo especial también, ahí fuera, en el granero? Podía levantarse temprano, antes de las cuatro de la mañana, y podía deslizarse sin ruido hasta el granero y ordeñar todo el ganado. Lo haría solo, ordeñaría y luego lo limpiaría todo, y cuando su padre entrase de madrugada a ordeñar, vería la tarea realizada. Y sabría quién habría sido. Se rio para sí mismo mientras miraba las estrellas a través de la ventana. Eso era lo que haría, y con ese propósito en su pensamiento intentó dormir.

Debió despertarse unas veinte veces, encendiendo un fósforo cada vez para mirar su viejo reloj: a medianoche, a la una y media, y luego a las dos en punto.

Finalmente, a las tres menos cuarto se levantó y se vistió. Descendió las escaleras, con mucho cuidado de no hacer ruido con las tablas crujientes, y salió. Las vacas lo miraron, somnolientas y sorprendidas. Para ellas también era temprano.

Nunca antes había ordeñado solo, pero parecía casi fácil. No dejaba de pensar en la sorpresa de su padre. Su padre iría como siempre a buscarlo y le diría que se vistiera mientras él comenzaba a hacer los preparativos. E iría al granero, abría la puerta, y luego buscaría los dos cubos para leche vacíos.

Pero no estarían allí donde se guardaban, ni tampoco estarían vacíos; los encontraría en la sala de ordeñar, llenos de leche.

––“¡Qué…!», podía oír a su padre exclamando.

Sonrió y ordeñó con una cadencia constante, con dos fuertes arroyos blancos corriendo hacia el cubo, espumosos y perfumados, cada vez…

La tarea fue más fácil de lo que nunca habría imaginado. Ordeñar esta vez no fue una complicación. Era otra cosa, era un regalo para su padre que lo amaba. Terminó, los dos cubos de leche estaban llenos; los cubrió y cerró la puerta de la sala de ordeño con cuidado, asegurándose de que el pestillo estuviese bien cerrado.

De vuelta en su habitación, sólo tuvo un minuto para quitarse la ropa en la oscuridad y saltar a la cama, porque oyó a su padre levantarse. Se cubrió la cabeza con las sábanas para silenciar su respiración agitada. La puerta se abrió.

––“¡Rob!», dijo su padre. “Tenemos que levantarnos, hijo, aunque sea Navidad».

––“Sí, claro», dijo él, con fingida somnolencia.

La puerta se cerró y él se quedó quieto, riéndose para sí mismo. En unos minutos su padre lo sabría. Su corazón danzante estaba listo para saltar fuera de su cuerpo.

Los minutos parecían interminables -diez, quince, no sabía cuántos-, cuando, de reprente, volvió a escuchar los pasos de su padre. La puerta se abrió; él estaba inmóvil, esperando.

––“¡Rob!».

––“Sí, papá…».

Su padre se estaba riendo, con una risa, entre extraña y sollozante.

––“Pensaste que me engañarías, ¿verdad?» Su padre estaba de pie junto a su cama, sintiendo por él, quitándole la sabana.

––“¡Es por la Navidad, papá!».

Se echó sobre su padre y lo abrazó con fuerza. Sintió como los brazos de su padre lo rodeaban. Estaba oscuro y no podían verse las caras.

––“Hijo, te lo agradezco. Nadie ha hecho nunca por mí algo así…».

––“Oh, papá, quiero que sepas que quiero ser bueno». Las palabras se separaron de él por su propia voluntad. No sabía qué decir. Su corazón estaba rebosante de amor.

Se levantó y se puso la ropa de nuevo y juntos bajaron hasta el árbol de Navidad. Oh, cómo recordaba aquella Navidad, y cómo su corazón casi había estallado de nuevo con timidez y orgullo cuando su padre se lo dijo a su madre e hizo que sus hermanos más pequeños escucharan acerca de cómo él, Rob, se había levantado solo, en medio de la noche, y de lo que había hecho.

––“El mejor regalo de Navidad que he tenido, y así lo recordaré, hijo, cada año en la mañana de Navidad, mientras viva».

Ambos así lo habían recordado, y ahora que su padre no estaba, lo recordaba él solo: aquel bendito amanecer de Navidad cuando, a solas con las vacas en el granero, había hecho su primer regalo de amor verdadero.

¿Y esta Navidad? Esta Navidad quería escribirle una tarjeta a su mujer y decirle cuánto la amaba; hacía mucho tiempo que no se lo decía, aunque la amaba de una manera muy especial, mucho más de lo que la había amado cuando eran jóvenes. Había tenido la suerte de que ella también lo amara así. Ah, esa era la verdadera alegría de la vida, la habilidad de amar. El amor todavía estaba vivo en él, todavía lo estaba.

De repente se le ocurrió que estaba vivo porque hacía mucho tiempo que había nacido en él, en aquella Navidad, cuando supo que su padre lo amaba.

Eso fue todo: Sólo el amor puede despertar al amor. Y en esta mañana, en esta bendita mañana de Navidad, se lo mostraría a su amada esposa. Podría escribirle una carta para que ella la leyera y se la quedara para siempre. Fue a su escritorio y comenzó su carta de amor a su esposa: “Mi más querido amor…”.

¡Qué feliz, feliz Navidad!

Pearl S. Buck