En política: (ante todo) católicos

Gastón H. Guevara

“Cada día es mayor la necesidad de volver a los principios cristianos y de ajustar

totalmente a éstos la vida, la moral y las instituciones de los pueblos”.

León XIII, Sapientiae christianae

En este ensayo deseamos exponer esquemáticamente algunos puntos, no todos, que consideramos son necesarios en la vida política, en tanto que el hombre es un ser social y político por naturaleza. Teniendo en cuenta que la política no debe separarse de la moral, ni la moral de Dios, es preciso remarcar nuevamente la importancia de conocer y comprender los principios sobre los que, entendemos, se debe sustentar una política católica, a saber: Instaurar todo en Cristo, reconstruyendo el tejido social mediante un orden católico, el cual debe fundarse en una caridad ardiente que nace y crece en el oficio divino.

I

Decía el P. Julio Meinvielle[1] que el católico debía conocer, con perentoria urgencia, la doctrina católica sobre la política[2]; solo así, conociendo los principios sobre los que se debe sustentar toda comunidad política, podemos actuar prudentemente[3].

No es cuestión de inventar nada sino, como dice Gilson[4], en profundizar en la doctrina de la Santa Madre Iglesia “tal como ella ha sido expresada por boca de sus Doctores y sus Papas […]”. Esto es lo que supo recordar san Pío X en Notre charge apostolique:

“No, Venerables Hermanos […] no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la ‘ciudad’ nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la ‘ciudad’ católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la atopia malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo”.

Para lograr esto es ineludible que la inteligencia esté al servicio de Cristo Rey[5], lo que implica, por un lado, ordenar la naturaleza hacia su fin que es Dios y, por el otro, rechazar al mundo en tanto se aparta de la naturaleza y rechaza la gracia.

Esta actitud, que aquí presentamos con tanta facilidad y simplicidad de realizar, es en lo concreto algo sumamente difícil. El ser rechazados por el mundo –aunque Cristo lo incluye en una de sus bienaventuranzas– causa muchas veces una sensación de soledad que pocas almas son capaces de soportar; de aquí viene “la tentación de disminuir o adaptar nuestra verdad […] para disminuir la distancia que separa nuestras maneras de pensar de las del mundo […] De allí los errores, las laxitudes de pensamientos”[6]. Estos llevan a muchos católicos a impugnar los propios principios, buscando justificaciones casuísticas para contemporizar con principios totalmente opuestos.

Joseph Ratzinger, como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, describió con meridiana claridad los principios que sostiene la sociedad actual[7]:

Relativismo cultural, que se hace evidente en la teorización y defensa del pluralismo ético, [y] que determina la decadencia y disolución de la razón y los principios de la ley moral natural […]. Los ciudadanos reivindican la más completa autonomía para sus propias preferencias morales, mientras que, por otra parte, los legisladores creen que respetan esa libertad formulando leyes que prescinden de los principios de la ética natural, limitándose a la condescendencia con ciertas orientaciones culturales o morales transitorias, como si todas las posibles concepciones de la vida tuvieran igual valor”.

Todo esto, dice Ratzinger, aunque morigerando su expresión, es condición sine qua non de la democracia.

He aquí donde muchos católicos erran, pretendiendo aggiornar principios antagónicos. En esta pretensión siempre saldrá perdiendo la verdad. A estos el mundo los halaga diciéndoles que a pesar de ser católico es un buen tipo: “Sin duda para hacerte perdonar tu catolicismo, porque esta es la gran cuestión, no hay pequeñas cobardías que no estés dispuesto a cometer”[8].

Por consiguiente las buenas intenciones, el tener voluntad de unirse con los demás –católicos y de cualquier otro pelaje– no se logrará si no hay una recta disposición de la inteligencia. Es muy difícil lograr unión de voluntades cuando la razón se sirve a sí misma y se coloca como parámetro de verdad –a menos que renunciemos, como dijimos, a los principios–. Por eso, señalábamos con Gilson, que debemos seguir las enseñanzas de la Iglesia, porque el católico “obedeciendo a la Iglesia y dejándose guiar por ésta, alcanzará la posesión de la verdad”[9]; así, se podría decir: uno es Jesucristo, una es la Iglesia, una es la doctrina.

II

Frente al desastre moral y político, el católico tiene el deber de trabajar por un orden católico ¿Cómo llevar adelante esta faena si el Estado no es cristiano y, aún más, es anticristiano? La única solución, decía Gilson en la década del ‘30 –y es aplicable a la actualidad–, “es la instauración por los católicos mismos de un orden social católico”[10]. Con este concepto el medievalista francés hace referencia “al conjunto de organizaciones sociales indispensables para el ejercicio de nuestra vida cristiana”, y agrega más adelante, “un orden de instituciones creadas por católicos, para asegurar la realización de los fines católicos”[11]. Es lo que se conoce como cuerpos intermedios. Estos permiten la inserción jerárquica de sus miembros en la sociedad, tienen una función educativa formando hábitos mentales y morales y procuran un grado de autonomía y responsabilidad que son necesarias para la vida social. Estos grupos permeados de doctrina cristiana son necesarios para cristianizar de manera progresiva y persuasiva las sociedades.

De esta manera la fe y la vida serán una sola cosa, pero mientras no trabajemos en ello nada podremos hacer socialmente. Por eso necesitamos católicos

“que hagan entrar de tal manera el catolicismo en su vida y en su trabajo de cada día, que el incrédulo llegue a preguntarse qué fuerza secreta anima esta obra y esta vida, y que, habiéndola descubierto, se diga por el contrario: es un gran tipo y ahora sé por qué: porque es católico”[12].

Esta presencia católica, que se debe dar por medio de una serie de instituciones intermedias, generará en cierto tiempo un peso considerable sobre la vida de la sociedad. Esta es una tarea legítimamente política y con un claro sustento católico; es cierto que es una faena de largo aliento, pero es menester trabajar en ella para instaurar el reinado social de Cristo.

III

¿Cuál es el afán que debe mover al católico a realizar esta actividad desde los grupos infrapolíticos? ¿Será bajar la inflación? ¿Será la batalla cultural? ¿Será la reducción del Estado? No; lo que debe mover al cristiano es la caridad. Si no tengo caridad no tengo nada, dice San Pablo. Y es realmente así, si verdaderamente amo a Dios voy a buscar por todos los medios posibles que ese Dios sea amado de todos, y ¿cómo voy a manifestar esto? amando a mi prójimo (1 Jn. 4, 20) ¡Y qué mejor que realizar esto por medio de la política! Pío XI ya les había expresado, en 1927, a los jóvenes de la Federación Universitaria Italiana que el campo de la más amplia caridad es la de la caridad política. Correcta en la expresión del Sumo Pontífice, porque en la caridad amo al prójimo y deseo, vehementemente, que comparta conmigo la bienaventuranza eterna[13]: “Yo creo que muchas cosas cambiarían si lograra mirar a otra persona […] realmente como alguien llamado, igual que yo, a la plenitud de la felicidad […]”[14].

Bien ha escrito Gilson[15] en relación a esto, diciendo: “La caridad no espera que se la llame, sino que vuela por delante de sus obras”. Si en nosotros viviera aquel sentimiento de San Juan de la Cruz: “Tú estás llamada a ser una llama de amor viva, un verdadero holocausto de amor”, poco haría falta para ganar el mundo para Cristo nuevamente; pero la dificultad se hace patente cuando la apatía y timidez de los buenos provoca una abstención a luchar o resistir; con lo cual es fuerza que los adversarios de la Iglesia cobren mayor temeridad y audacia[16]. Esa apatía y timidez es propia de los que no nos animamos (me incluyo como el primero) a dar el todo por el todo; nos sentimos cómodos como el rico necio e insensato de la parábola (Lc. 12, 13-21)[17]. La apatía y la timidez nos apartan de Dios y de las buenas obras para dar gloria a Él. Es cierto que toda pequeña cosa hecha con amor es agradable a Dios, pero debemos recordar también que estamos llamados a incendiarlo todo:

“Si los fieles todos comprenden que deben militar con infatigable esfuerzo bajo la bandera de Cristo Rey, entonces, inflamándose en el fuego del apostolado, se dedicarán a llevar a Dios de nuevo los rebeldes e ignorantes, y trabajarán animosos por mantener incólumes los derechos del Señor”[18].

Si nuestra fe está dormida, si nuestra caridad se enfría y nuestra esperanza está puesta en las cosas del mundo ¡Despertemos! En este punto debemos admirar los designios de la divina Providencia, la cual, así como suele sacar bien del mal, así también permitió que se enfriase a veces la fe y piedad de los fieles, o que amenazasen a la verdad católica falsas doctrinas, aunque al cabo volvió ella a resplandecer con nuevo fulgor, y volvieron los fieles, despertados de su letargo, a enfervorizarse en la virtud y en la santidad[19].

¿Cómo enfervorizar la caritas para que esta no se enfríe y se convierta en mera filantropía materialista? La única manera de hacerlo es por medio de la oración, del diálogo íntimo con nuestro Señor Jesucristo; esta es la fuente de todo bien y de todo apostolado. Sin vida interior, mal que nos pese, el apostolado carecerá de la vitalidad necesaria ¿Cómo llevar a Cristo? ¿Cómo plantar la Cruz en medio del mundo? Solo conociéndolo en amoroso trato.

La oración entonces es un deber, mas, sobre todo, es una necesidad: es como el agua que aplaca la sed. Sed de vida eterna (Jn. 4, 14).

Ahora bien hay una oración que es la más alta, la más sublime, es la que se da en el Oficio Divino, en el Santo Sacrificio de la Misa. Si queremos, en verdad, crecer en caridad debemos contemplar el misterio de nuestra fe como el mayor acto de Caridad. La caridad nos hace participes del amor divino, y mientras nos asemejamos a ese amor –en la medida humana– miraremos a nuestro alrededor con ese mismo amor. Amor de entrega que está dispuesto a entregarse, a consumirse como fuego.

Concomitante a lo anterior si deseamos un orden católico es preciso que sea sustentado en una sólida cultura cristiana; y la base de esta cultura está en el culto, en el auténtico culto cristiano, aquel que es, en todo, Cristocéntrico. Con esto queremos decir que en la liturgia los homenajes son tributados a Dios, por lo que no tiene por finalidad servir a expresión de tal o cual estado interno/emocional, sino que la comunidad se santifica mediante la adoración que a Dios se rinde. La liturgia no puede ser juguete que se modifica según los pareceres de los sacerdotes o de los fieles. Por eso ha dicho Guardini: “La lex orandi, es decir, la liturgia, es, a la vez, según un clásico aforismo, lex credendi, es decir, norma de fe”[20]. Por lo que frente a los atropellos que hoy sufre la liturgia, Guardini expresa que “no se logrará una renovación profunda e interior de la vida cristiana, mientras no se restaure la liturgia”[21].

Luego, la consolidación de un orden católico fundado en una cultura católica tiene como piedra angular –piedra a la que las demás toman como referencia y sobre la que se sustenta todo el edificio– al culto, en el cual se cimenta toda vida interior de donde brota la caridad cristiana. Omnia instaurare in Christo!


[1] Véase nuestro artículo “El hombre católico y la política” en El Alcázar, n° 22; en él abordamos algunos aspectos de la concepción católica de la política de Meinvielle.

[2] “Nada daña tanto a la doctrina católica como su ignorancia”, Pio XI, “Sapientiae chistianae”, n° 7. Para todos los documentos pontificios utilizamos Doctrina pontificia II. Documentos políticos. B.A.C., Madrid, 1958.

[3] Prudente es aquel que conociendo los principios universales sabe aplicarlos a las condiciones particulares de su accionar. Solo el hombre prudente obra bien y solo en él se dan acciones verdaderamente humanas.

[4] GILSON, Étienne. Por un orden católico. Trad. J.A. Maravall, Lectio, Córdoba, 2018, p. 3. Este libro fue publicado originalmente en el año 1936.

[5] Véase el hermoso y enjundioso apartado que Gilson le dedica a este tema en su libro  El amor a la sabiduría. Ediciones Otium, Bs. As., 1979, pp. 65-87.

[6] GILSON, Étienne. El amor… op. cit., pp. 73-74.

[7] “Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso de los católicos en la vida política”, Congregación para la Doctrina de la Fe, Noviembre de 2002. En: https://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/documents/rc_con_cfaith_doc_20021124_politica_sp.html [Recuperado el 07/11/2023]

[8] GILSON, Étienne. Por un orden… op. cit., p. 90.

[9] Pio XI, Sapientiae christianae, n° 10.

[10] GILSON, Étienne. Por un orden… op. cit., p. 8.

[11] Ibídem, pp. 9 y 83.

[12] GILSON, Étienne. El amor… op. cit., p. 81.

[13] De ahí que el gobernante ordenando al Bien Común Temporal y dejando a este abierto al Bien Común Trascendental realiza un magnánimo acto de caridad.

[14] PIEPER, Josef. Tratado sobre las virtudes. II Virtudes teologales. Trad. Juan F. Franck, Librería Córdoba, 2008, p. 268.

[15] Por un orden… op. cit., p. 52.

[16] Cfr. Pio XI, Quas primas, n° 12; Sapientiae crhistianae, n° 7.

[17] Hay que entender aquí a la riqueza como ese atesorar ambiciosamente, lo que quiere decir, que uno puede ser pobre materialmente, pero ambicioso; o rico materialmente, pero pobre de espíritu. En el primero, no hay lugar para Dios, en el segundo Dios ocupa el primer lugar y los bienes son tan solo una añadidura.

[18] Pio XI, “Quas primas”, n° 12.

[19] Pio XI, “Quas primas”, n° 11.

[20] El espíritu de la liturgia y el talante simbólico de la liturgia. Bs. As., Ágape libros, 2005, p. 19.

[21] Ibídem, p. 15, nota a pie de página n° 2.


En: El Alcázar, Año VII, N° 23, Enero de 2024.