La paz esté con vosotros

R.P. Miguel A. Comandi

Una expresión que se repite varias veces en los evangelios del tiempo de Pascua es el saludo de Jesús a los Apóstoles: «la paz esté con vosotros». Se trata de un saludo que va más allá de un modo de presentarse ante ellos y de iniciar una conversación. Mucho más lejos está de ser una formalidad social. Podría­mos decir que, en cierto modo, es un saludo que contiene una gracia y en el que converge, con gran intensidad, lo esencial de la Historia de la Salvación. San Pablo lo usará en casi todas sus cartas. De hecho podemos advertir que Jesús hace una breve exposición de dicha historia diciendo a los discípulos que era necesario que se cumpliese lo anunciado en el Antiguo Testa­mento. Cuando Jesús habla de Moisés, los Profetas y los Sal­mos, está haciendo referencia a todo el Antiguo Testamento. Además abre la inteligencia a los discípulos para que puedan comprender el sentido de las Escrituras, es decir, comprender de qué manera el misterio Pascual había sido anunciado des­de antiguo. Y, a partir de allí, ese misterio profetizado en el Antiguo Testamento y cumplido en el Nuevo, se anunciaría a todas las naciones mediante la predicación apostólica.

Jesucristo se muestra con algunos de los signos de la Pa­sión. Esto refuerza la idea esencial a la fe sobre la verdadera Resurrección del Señor, puesto que hay identidad corporal antes y después de su muerte: el cuerpo de Cristo resucitado es el mismo que padeció y murió en la Cruz. Por otra parte San Juan, en el Apocalipsis, nos revela un signo parecido: el Cordero degollado pero de pie, triunfante sobre la muerte pero derramando eternamente la gracia contenida en la san­gre de su sacrificio. Todo el Antiguo Testamento anunciaba este misterio y solamente las inteligencias abiertas a la gracia de Dios pueden comprenderlo a la luz de Cristo resucitado.

El saludo que Jesucristo pronuncia sobre los apóstoles confirma este misterio. En primer término debemos enten­der lo que significa esa paz. Jesucristo vino al mundo a traer paz pero no la paz tal como la da el mundo. El saludo es ex­presión de la plenitud de los bienes mesiánicos pero además y por eso mismo contiene al mismo Jesucristo. «Él es nuestra paz», como lo afirma de manera contundente el Nuevo Tes­tamento. Por lo tanto al decir «la paz esté con vosotros» Jesús les está diciendo a los apóstoles y a nosotros que es Él quién está con nosotros. No se trata de la paz como un concepto, como una idea abstracta, como un deseo indefinido, sino como la Persona misma del Hijo de Dios Encarnado para nuestra salvación. Y al mismo tiempo se contiene aquí uno de los nombres del mesías: «Dios con nosotros». Si la paz está con nosotros y la paz es Cristo mismo, definitivamente Dios está con nosotros. Por ese motivo hablamos de la plenitud de los bienes mesiánicos porque esa plenitud consiste fun­damentalmente en la presencia de Cristo en nuestras almas. Una presencia salvadora; la presencia de aquel que nos ha redimido.

Dice San Juan en la primera página de su Evangelio que la Ley nos vino por Moisés pero la Gracia nos ha llegado por Jesucristo. Eso es precisamente lo que se contiene en este saludo de Nuestro Señor, especialmente en el contexto en el cual lo pronuncia. Y esa presencia de Dios en nuestro cora­zón es lo que le confiere integridad a nuestra vida. La paz significa también la integridad del corazón, es decir, un co­razón indiviso para Dios. Y ese corazón indiviso solamente puede realizarse como tal si Dios está presente. Por eso Él es nuestra paz, por eso Él es el único que puede convertir nuestro corazón fracturado en un corazón indiviso. Un co­razón íntegro e indiviso solo puede existir a la luz del amor misericordioso de Dios puesto que el amor unifica mientras que el pecado divide y desintegra.

Pero un corazón de tal condición no solamente está en paz a causa de la presencia de Dios sino que, al mismo tiempo y por eso mismo, causa la paz en los otros. Esa es esencialmente la misión testimonial de los apóstoles. La integridad del corazón es la belleza del corazón en el cual habita Dios. Y en cierto sentido, aunque la expresión no nos sea demasiado familiar, la misión de la Iglesia será embellecer el mundo con la presencia salvífica de Cristo. El mundo se resiste a la auténtica belleza que solo puede provenir de Dios. La belleza de una oración, de una obra buena, de un acto de caridad, de la ofrenda de un corazón sacrificial, de todo lo bueno que hacemos a los ojos de Dios y de todo lo malo que evitamos a causa de esos mismos ojos. Todo eso es auténtica, profunda e inalterable hermosura. No solemos verlo porque nuestros ojos, como los de los apóstoles que primero no reconocieron a Cristo, tampoco saben ver bien. El pecado no nos deja ver con claridad el mundo tal como lo ve Dios. El pecado ha distorsionado y oscurecido nuestra mirada. Vemos belleza donde no la hay, vemos hermosura donde hay deformidad, vemos prosperidad donde hay fracaso y decadencia, vemos bien donde hay mal. El corazón íntegro nos hace ver las cosas tal cual son, nos aproxima a verlas como las mira Dios y eso nos hace descubrir una belleza secreta que solo por la gracia podemos contemplar. Ya en este mundo ensombrecido, pero definitivamente en la Jerusalén del cielo, donde podremos contemplar y gozar eternamente de aquel que es en sí mismo la Belleza más absoluta.